lunes, 8 de septiembre de 2008

PENTAGONO

Pentágono (fragmento de novela)
Alma Lilia Joyner
SIN SALIDA POSIBLE Fernanda entró a un edificio de cristal enclavado en la Zona Rosa como un coloso que se erguía entre los veteranos afrancesados; discreta, se divisaba una iglesia gótica en la calle de Varsovia. Ella, subió al ascensor, se acomodó la falda y aliño el cabello. Se abrieron las puertas, caminó por las oficinas saludando al personal, entró al despacho “Colunga y Asociados”; dejó su bolso sobre el perchero. La máquina esperaba como su cómplice silenciosa, la encendió, de inmediato escuchó el ronroneo, mientras revisaba los faxes y la correspondencia. Entre el montón de cartas encontró una letra conocida y abrió el sobre: “Fernanda: tardé dos años, pero es imposible seguir en silencio. No basta escribir que te extraño siempre, es una verdad que tú sabes. Por ti estoy aquí, quisiera que nuestro destino fuese otro, pero la vida nos abrió caminos sorpresivos y cada una eligió el suyo, o se acomodó a la suerte. Soy débil, nunca tuve tu personalidad y la fuerza que mostraste desde niña, no tengo voluntad, me quedé con él y a mi manera he tratado de estar tranquila... ¡te querré por siempre, no lo dudes!”

¿Qué extraña influencia surgía de las letras manuscritas y la regresaban a su infancia? ¿Hasta dónde sería capaz de recordar? Apenas podía situarse en el internado, sola, recién llegada, acomodándose en la enorme cama que la madre superiora le asignó. Luego cobijada por el silencio, el miedo y aquella sensación tan fría que se enlazaba con su presente y le recorría la espina dorsal, como una especie de anestesia, propiciando imágenes que no deseaba revivir. Fernanda, dejó rodar el llanto sobre su rostro, mojando las hojas; las mejillas trémulas y los ojos entristecidos siguieron las líneas de aquella carta. ––“No quise dejarte, las cosas entre ambas eran difíciles, no cruzábamos el mismo camino. Ojalá hayas recibido el dinero que te envié, espero verte muy pronto, no sé cuando, no quiero decirte una fecha y fallar. El teléfono sonó. –– ¡Bueno, sí! El arquitecto Colunga no se encuentra ¡Quiere dejar un mensaje o hablar después! Muy bien, aquí anotaré su número, que tenga buenos días––. Guardó la carta dentro de su bolso y regresó a su lugar. Transcurrió la mañana sin nada interesante. La tranquilidad en su empleo, la aceptación de su jefe y el dinero que percibía hacían su vida más o menos llevadera. Por la tarde comió en un pequeño y discreto lugar muy cerca de ahí. Regresó a trabajar hasta que oscureció; no terminó de completar los informes, pero igual se preparó para irse.Al salir, cerró su escritorio con llave. Caminó sobre las calles de Hamburgo observando a la gente, mirando los aparadores, en el silencio. Atada a su interior, a los recuerdos impregnados de una nostalgia cada vez más intensa. Llegó al edificio Hamburgo, buscó sus llaves. En ese instante, salían un par de niñas con sus respectivos perros. Fernanda, subió las escaleras negras de granito brillante. Se detuvo en el segundo piso de frente al departamento 203, cuya ventana orientada a la calle de Toledo permitía al viento colarse libremente, levantando las vaporosas cortinas. Cerró con fuerza y empujó la puerta con el pie. Se desprendió de su gabardina, la arrojó sobre el sofá y luego se dejó caer. Bajó el cierre de sus botas, se las quitó, empujándolas debajo de la mesa de centro. Se pasó la mano por la nuca, desatando el arreglado pelo. Los cabellos rojos, cayeron muy suaves y ligeros sobre su espalda. Tomó un cigarrillo del bolso, fumó saboreando el tabaco, como si fuera el último de su vida. Se incorporó y asomó por la ventana, respirando el aire frío de la noche, deseando despejar sus pensamientos. El maullido de un gato la interrumpió. Vodka, estaba encerrado en la recámara.Abrió la puerta, el felino salió muy amoroso a recibirla, ronroneando y restregándose entre sus piernas. Lo llevó a la cocina para alimentarlo. Regresó a la recámara. Desnudándose, fingió danzar con la música que seleccionó de la radio. Se metió al baño, bailando. El agua actuó como un bálsamo tibio sobre su cuerpo. Permaneció un rato bajo el chorro y al salir se encontró con vodka sentado sobre la tapa del inodoro.
–– ¡Sinvergüenza! ¡Metiche! ¡Estuviste ahí espiándome! ¿Quieres que te bañe a ti también? Cargó al animal soltándolo sobre la cama. Se dispuso a vestirse frente a la mirada de aquel peludo. Sonó el timbre, Fernanda, acudió descalza, para ver por la mirilla. Palideció, se volvió de espaldas hacia la pared, temblando. Apagó la luz, permaneció quieta mientras escuchaba los pasos, bajando las escaleras. Tomó un cigarro y lo encendió, fumó nerviosa. Dos o tres bocanadas y lo apagó.Regresó a la recámara, se hundió entre las cobijas. El miedo la paralizó, pero el cansancio agotó su resistencia. Por la mañana, se levantó muy temprano. Vestida con un pantalón y una playera, bajó, inquieta las escaleras recién limpiadas por el conserje. Salió del edificio, dirigiéndose al puesto de periódicos. Inesperadamente, encontró a su paso a un hombre alto, corpulento, de tez morena, quien la detuvo por el brazo. Forcejearon. Fernanda, con los ojos desorbitados se horrorizó, incapaz de articular palabra. –– ¡Camina! Quiero que hablemos. Lo miró con los ojos exageradamente abiertos, logró zafarse; echó a correr hacia el veterano edificio, subió de tres en cuatro los escalones y abrió lo más rápido que pudo, cerrando de igual manera. Detrás, llegó aquel hombre y tocó el timbre vociferando con fuerza. –– ¡Abre, Fernanda, abre! –– ¡Vete, no me molestes, no quiero nada contigo! –– ¡Es inútil que te escondas! ¡Te advierto que no escaparás, abre, abre! ¡Me escucharás, quieras o no! Fernanda, ya no contestó, cruzó los brazos sobre su pecho, inclinó la cabeza y lloró, histérica. El hombre, siguió amenazándola hasta que el portero subió y lo invitó a salir. Obedeció malhumorado, bajó las escaleras y salió del edificio con grandes zancadas. El ruido de los automóviles ensordecía, allá en las calles de la Zona Rosa. Fernanda, se asomó discretamente por la ventana y lo vio desaparecer. Se limpió las lágrimas con el puño cerrado, respiró aliviada, corrió a la cocina buscando agua para atragantarse sus acostumbrados antidepresivos. Se encerró en la recámara, arrastrada por un profundo sueño, durante todo el domingo, sin comer, sin cenar, ajena a lo cotidiano, fugitiva de sus emociones, cautiva en otro espacio ficticio. El lunes, despertó por inercia, después del baño y de su arreglo al vapor, acudió a trabajar. Su jefe, la requirió por el intercomunicador, Fernanda, presintió que la conversación no sería muy grata. Acomodó los pliegues de su vestido y entró en el privado. –– ¡No, nada de notas! ––Moviendo, exageradamente las manos––. El asunto es personal. –– ¿Sí? Fingiendo, preocupación, la miró directamente a los ojos, gesticuló como si realmente le intrigara su empleada. –– ¿Qué pasa con usted? Está fallando, no entrega el trabajo a tiempo, está distraída, nerviosa y descuidada. ––He tenido algunos problemas. –– ¡No es necesario que llore!, ––interrumpió, severamente––, las lagrimas, nada remedian. Si en dos días no me entrega las listas de precios, los informes de los embarques en orden y cambia esa actitud pasiva, tendré que liquidarla.Fernanda, aceptó sin discutir. Salió del despacho, visiblemente deprimida y comenzó a escribir en forma mecánica, fue interrumpida al empezar. –– ¡Buenos días! ¿Se encuentra el licenciado Colunga? –– ¿Quién lo busca? ––Bernardo Guzmán, ––sonrío buscando respuesta de parte de Fernanda. Ella, sin notarlo, se metió al privado para anunciarlo. El hombre, se paseó por la recepción, admirando la decoración del lugar. Algunos cuadros de pintores reconocidos, desplegaban sus colores llenando los espacios con variadas composiciones en texturas y técnicas vanguardistas. ––Puede pasar, ––interrumpió, Fernanda. Al quedar de frente se miraron por un breve instante, ella titubeó y esbozó una mueca, parecida a una sonrisa. El tiempo transcurrió. Fernanda, lucía muy nerviosa, trabajando a marchas forzadas. Temerosa de volver a encontrarse con su pasado parecía no vivir, siempre huraña, siempre ajena. En su mente, aquellos momentos dispersos que a veces juntaban una parte de su película existencial. ¿Por qué siempre se remitía, a ese instante de ruptura con su familia? ¿Al Colegio de monjas, donde estudió con Carolina? ¿A la ciudad de Puebla? ¿A los muros que vigilaron toda su infancia y parte de su adolescencia? Distinguía muy bien los formidables muros de piedra, los extensos e interminables jardines, los pasillos sin fin, las frías áreas del comedor, los salones de clase, el piano de cola y entre las remembranzas: las monjas estrictas y lejanas como fantasmas, salidos de una historia de terror, los rezos como susurros a todas horas, las madrugadas de gélido viento soplando en las ventanas de los dormitorios, la escasa luz de aquel colegio, los enormes cuadros religiosos, de una belleza amenazadora, de figuras, cuyos rostros siempre pedían algo, lo mismo que a veces, ella, reclamaba sin saberlo... misericordia. –– ¡Fernanda, no te escucho decir tus oraciones! ––La madre superiora, escudriñaba a la niña con mirada de reproche, que a la pequeña le parecía, una mueca horrorosa. Sin más se acercó, la tomó por el brazo y la llevó a la azotea principal. –– ¡Híncate y levanta las manos a la altura de los hombros! Fernanda, obedeció, mientras la madre superiora traía dos ladrillos. Puso uno en cada mano de la niña, se paró frente a ella y sentenció. –– ¡Ni se te ocurra moverte! ¡Ahí vas a decir tus oraciones, hasta que yo regrese por ti! ¡Eso, te enseñará a respetar el tiempo para orar!La niña permaneció castigada por espacio de cuatro horas, con las rodillas sangrando y los bracitos adormecidos por el peso de los tabiques, el sol ardiente casi provocó que se desmayara. Al ver acercarse a Carolina, Fernanda, esbozó una sonrisa, una esperanza, se iluminó en su cara, en medio de un gesto de dolor. ––Dice la madre superiora que el castigo terminó y bajes a comer. Fernanda, arrojó los tabiques, con la fuerza que le quedaba, estrellándolos contra la pared. Carolina, corrió hacia su amiga. Se abrazaron fuertemente. En el comedor aun no comenzaban las oraciones. Tomaron su lugar, en silencio, las demás niñas ni siquiera las miraron llegar. El silencio sepulcral, silencio que Fernanda, no pudo arrancarse del alma. Por fin, la madre superiora se abrió paso, se colocó en la cabecera de una de las largas mesas. Dirigiendo la mirada hacia la niña. ––Fernanda, lee la Biblia justo donde está el separador. Obedeció. En su interior sentía un deseo irrefrenable de gritar, de sacudirse toda orden de la madrecita y mandarla a volar con las oraciones pegadas al trasero. ¿Qué ira sentía aquella mujer? ––Se preguntaba, Fernanda––, ¿qué resentimientos encubrían su verdadero rostro y se dejaba sentir con furia, con venganza hacia cada una de las niñas?
El licenciado Colunga salió acompañado de Marcelo, sorprendió a Fernanda en sus cavilaciones. ––Muchacha, ¿hay alguna novedad? ––Nada, licenciado. ––Dame el expediente de la fábrica de triplay y conglomerado, para dárselo a mi colega Guzmán, tengo algunas dudas sobre el último informe. Fernanda, abrió el archivero y buscó los papeles. En la mente, llevaba muchos recuerdos, se le dificultaba ver más atrás del internado. Apenas podía apreciar el rostro de su madre, de su hermano Arturo y el dolor que sentía al intentar recuperar aquellos fantasmas sin faz alguna, era parte del silencio que seguía viviendo en su presente. Llevaba los documentos, cuando los hombres salieron, comentando sus impresiones sobre el negocio y sus asuntos laborales. Fernanda, tomó sus cosas y se despidió. ––Ya me voy licenciado. El hombre, no se dignó a mirarla o a responder. Fernanda, oprimió el botón del otro ascensor y esperó cabizbaja. Su hermoso rostro, lucia más triste y sombrío. En la calle parecía flotar, como una frágil silueta, acompasada por el aire de marzo. Esperó un coche de alquiler para regresar a su departamento, no deseaba caminar más.Llegó muy rápido al edificio Hamburgo. En el interior, permaneció sumida en sus pensamientos, el día le fue intolerable, subió las escaleras con una inercia, también insoportable. Al abrir la puerta, se percató que habían forzado la cerradura. Sintió temor, la invadió la sorpresa y el desconcierto. No se decidió a entrar, el miedo inhibió sus reflejos y más aun, cuando la puerta se abrió lentamente y dejó ver en el interior una penumbra amenazadora. –– ¡Quién está ahí! ¡Quién está dentro! Su voz, se repitió con fuerza en el silencio retador, respirando el aire enrarecido. Desesperada, decidió entrar. Encendió una lámpara, sobre la mesa, cerca de un perchero. Abrió, sus enormes ojos, el espectáculo fue impresionante, la sorpresa mayúscula; vodka estaba tendido en la alfombra, despedazado, en medio de un charco que parecía nata, y el aroma de la sangre tan denso, la hizo vomitar. Se acercó llorando, temblorosa, sin la certidumbre de lo que veían sus ojos. –– ¡Vodka, mi pequeño Vodka! ––Le acarició el pelambre con consternada, venciendo la repulsión––. ¿Qué culpa tenías tú? ¿Por qué te sacrificaron así? ¡Por qué! Lloró, impotente, desvalida, sin alivio, sentada sobre sus piernas. Sus ojos, tropezaron con unos pies, aterrorizada levantó la mirada, reconociendo el rostro moreno de aquél hombre. Estaba ahí, otra vez, como una mole; en esa expresión extraña, reconoció su pasado. No pudo hablar, permaneció engrillada, trastornada, quieta como una estatuilla en una posición de sumisión absoluta. Espantada por la realidad, se encogió en ella misma, asemejándose a un feto. El hombre, cerró la puerta de una patada, y al primer jalón, la levantó, como si se tratara de una muñeca de trapo, al tiempo en que Fernanda, reaccionó. –– ¡No, no, suéltame! ¡Maldito, desgraciado! ¡Suéltame!Sus protestas fueron infructuosas; fue sometida con violencia, desgarrada de sus ropas, despiadadamente golpeada por aquellas manazas que la sujetaron y la jalaron del cabello. El sujeto, comenzó besarla. Forcejearon; Fernanda, cayó de espaldas en el sofá, intentó levantarse y aquel gigante, aprovechó para inmovilizarla con el peso de su cuerpo. Excitado hasta el delirio, fuera de sí, resoplando como una bestia, mordió los labios de Fernanda, devorándolos, frenético, la rodeó con sus brazos por la cintura, terminó por arrancarle la ropa interior, luego, desabrochándose el pantalón, liberó su molusco descomunal. –– ¡No, no, no quiero, déjame, suéltame! ––Desesperada –– ¡Nadie te escuchará!, ––tapándole la boca, mientras apretaba su muslo derecho con tal fuerza y logró separarle las piernas acomodándose en medio. La sacudió con brusquedad para acallar sus gritos, lamiendo su cuello, como un perro rabioso, enloquecido. Fernanda, se retorcía como una anguila. El pasado se volcó en ella, como aquél demonio. Luchó, cuanto pudo, sintió un grillete aferrado, que llenó su vagina. Agotó sus fuerzas, fue sofocada por los gruesos labios, que la engullían, ensalivándola, moviendo su lengua igual a una culebra, dentro y fuera de su boca. Fernanda, sintió repulsión, lo mordió y él se excitó más. Levantó con ambas manos su rostro y con el suyo escurriendo sudor, volvió a besarla, la embistió con brusquedad, deseando atravesarla, entre chasquidos y jadeos, su lengua reptaba por los lóbulos de las orejas y todo el rostro. La abofeteó, Fernanda; ya no gritó, se desmayó. Él la miró inconsciente; aprovechó el momento, se apartó un poco, quitándose la ropa que le estorbaba. Como un inepto, le acarició los hombros, luego, sus manos cubrieron los senos aletargados e intactos. Volvió a ella, dirigiendo su cetro, hacia la tibieza oscura que lo envolvió suave, muy suave, penetró una y otra vez, resbalando con saciedad. A él, también, le asaltaron los recuerdos, cuando Fernanda era la única persona importante en su vida. Pensó, lo afortunado que era, al tenerla nuevamente, a su merced. Extasiado por su rostro, acogido por su cuerpo, disfrutó aquel encuentro, con la intensidad de las imágenes que caían en su mente y sobre aquél cuerpo que no ofrecía resistencia alguna, que parecía aceptarlo como una diosa dormida. Se sintió poseedor del mayor tesoro del mundo y su mundo. Fernanda, consciente por el arrastre, de aquel cuerpo caliente se abandonó a la posesión. Aquella mole parecía enardecida, agitado por la humedad escurriéndole por todo su cuerpo; se aferró de las nalgas y le exigió, arrobado. –– ¡Muévete, dámelo, cógeme perra! Las palabras estimularon a Fernanda, que parecía vincularse más allá, del contacto sexual, en una fusión de lo femenino con lo masculino, la parte animal, instintiva y la necesidad de perpetuarse sin más razón, que el calor de los cuerpos; cerró su vagina en espasmos y el hombre obligado a retroceder por las sensaciones, tomo aire y embistió sin cesar hasta que cayó fulminado sobre aquella flor carnívora. Ella, no se movió más, porque si lo hacía, a su derecha encontraría la escena de su gato muerto en la alfombra. Decidió cerrar los ojos, llorando en silencio, soportando el peso húmedo de su agresor.