lunes, 4 de octubre de 2010

OCHO HORAS EN CIRCULO

Por Alma lilia Joyner. Periódico  Ovaciones 1986.


Oculta en sus pensamientos. Entre el ruido de las máquinas de escribir, de los papeles que inútilmente guardaban un orden sobre los escritorios, al contacto con las manos de  las secretarias, buscando aquí, buscando allá, numerosos oficios, trámites, documentos.
Oculta detrás de los lentes, como única defensa del medio exterior. Las actividades solían ser medianamente satisfactorias. Sin embargo, había una inconformidad latente que hacía contradicctorio su deseo de seguir adelante.
Cuántas veces había cuestionado el para qué de su trabajo. No siempre los resultados dieron frutos en forma inmediata, menos ahora, en que la reestructuración administrativa había reducido el gasto público. Desde ahí, en ese rincón, su mente se distraía mirando hacía otras áreas. 
No se había propuesto cambiar radicalmente, pero, ahora todo parecía diferente, más claro, ya no sentía identificación ni interés por la capacitación forestal.  A Través de observar y analizar su propia concepción de trabajo con la de otras áreas, se agudizaba ese sentimiento de desarraigo, pero disfrutaba el cambio.
Su vida personal sufría transformaciones. No sólo sus emociones giraban en un carrusel. Toda su fuerza emergía hacía otros causes. Deseaba perfilar sus conocimientos sus conocimientos, experiencia y capacidad en otro equipo, segura que así, su interés por el trabajo mejoraría.
A veces redactaba algunos cuentos, enviando el material a diferentes revistas y periódicos. Luego, dejaba la escritura y volvía a ella, como se vuelve al amor, sin dolor, pena o resentimiento.
Las palabras la recobraban entre el montón de absurdos y actitudes que que conformaban a diario un ambiente rutinario.
Huía, se evadía de esa jaula que parecía tener en cautiverio a toda esa gente amarilla.
La escritura era su más fiel compañera, cómplice de sus sentimientos y por si fuera poco, de sus pensamientos.
Cómo podía abandonar esa libertad infinita de las palabras, el acto individual que la diferenciaba de ser una simple ficha como empleada. Cómo abandonar la forma que daba rienda suelta a la creatividad. El movimiento que nadie controlaría con tarjetas de checar, imposiciones de criterio y jerarquías.
Su destreza era más fina para ser colocada entre los papeles de un archivero. Podía ver al mundo, sin ser vista. Interpretar la realidad detrás de los cristales de sus lentes.
Oculta, simbólicamente ajena al contacto con los demás. Sola, sin reprimirse por nadie, sin temor a ser descubierta. Como un halcón sobrevolando los espacios, los horizontes. Daba vida al torno, vibrando en sus reflexiones.
La escritura la rescataba de los silencios, los horizontes. Daba vida al entorno, vibrando en sus propias reflexiones.
La escritura la rescataba de los silencios, abriendo brechas sobre los papeles, arando sobre desierto. Luego, que el trabajo fuera soportable, menos asfixiante.
Al escribir, acercaba al mundo, tomando las piezas justas para su historia. Del amor sentía miedo e inseguridad, que escupía con palabras, la puerta secreta de su interior.
Era afortunada. Tenía un compañero amable. Dedicado al arte. La pintura lo revelaba con un espíritu sombrío, sorprendente. Estaban unidos por el trabajo. Admiraba su capacidad creativa e intuición que la hacía desnudarse emocionalmente frente a él.
A veces contrastaban sus personalidades. Ella, como las aguas de un río, cambiaba del ruido al silencio, chocando y buscando la vertiente entre esos brazos conciliadores. La calma, el abrazo de sus cuerpos, fundidos en la noche sagrada.
No terminaría de conocerlo. Poco importaba. A veces sintió celos de sus silencios, de sus manos, de sus ojos que se ausentaban, regresando a su lado como viajeros hartos de soledad y hastío. Luego, parecía no pensar en nada. Como la tierra echando raíces y luego, ya no, de donde brotaban sentimientos contradictorios. Querer y negar, reprimir, desear al mismo tiempo, parecía una niña en desamparo, buscando abrigo. Eso le provocaba amar a ese hombre difuso en momentos de duda.
Solía enviarle cartas, que precisaban sus sentimientos. En ese silencio podían estar cerca uno del otro.
Oculta en sus pensamiento, bajo la sombra desdibujada de los recuerdos. Sola, en un rincón de esas oficinas enclavadas en el centro de la ciudad, desde un quinto piso, distinguía la cúpula del Palacio Nacional de Bellas Artes, emergiendo entre una muralla de edificios grises y sucios. Y su mente, el artista, en el contraste rutinario que parecía absorverlo todo, menos su recuerdo.
El relej de la catedral se dejó escuchar. Las quince horas, los pasillos se inundaron en breves minutos. Una hilera de gente se formaba frente al checador. Los elevadores parecían vagones del metro. En las calles todo era movimiento.
Cuando llegó a su casa, las tareas domésticas esperaban. El ronroneo del refrigerador, el ruido de agua chocando sobre los trastes, llenando la pileta, la ropa en el lavadero y sus manos confundidas en el quehacer.
Luego, el aroma sintético de pino, reflejando su cansancio en los mosaicos del baño y como espejo húmedo en los piso.  La sensación de vacío. A veces el fastidio. El deseo de realizar huelga permanente. Echar por la ventana la necesidad del orden y la limpieza. Refugiar esa energía en la escritura. Ahogar el concierto de cubiertos sucios y ondeando en los tendederos con palabras. Denunciar los ruidos, las cosas, la gente, los silencios, los sentimientos, la frustración. Rescatar los espacios, la ternura, el abandono, culpar la indiferencia e incomprensión. Escribir haciendo caminos, dejando huellas sobre la hostilidad. Narrar las voces, abatir el orden, el desgano, aspirando aromas. Obligar a la razón a escribir lo nunca expresando, rechazando la rutina, en todo momento, sin reposo, con la consigna de morir escribiendo o renacer en el intento.
Las veinte horas. Cuando fijó su mirada en el reloj de pulsera, se percató que todo estaba en su mente y sobre las hojas de papel escrito.
Al día siguiente acudió a trabajar como de costumbre. Las ocho marcó la aguja del reloj checador sobre su tarjeta