sábado, 27 de agosto de 2011

CRISTALES ROTOS Por: Alma Lilia Joyner


A mi madre: Alicia Vázquez.
A la memoria de Benjamín Joyner.
A mi hija Jimena.
A Sergio Ávalos Félix,
A mis hijos: Gerardo y Sergio.
A Hortensia Moreno, a Huberto Batís y a Héctor Morales Saviñón.
Con respeto, admiración y reconocimiento a Gustavo Sainz.
Mi agradecimiento a Myriam Castillejos y a Augusto Bolívar.
A todas las valientes mujeres de mi familia y del planeta.


Fragmento de novela.

UN NEGRITO BAILARÍN...

Llegué, fatigada del infructuoso día. Más que desalentada, en un estado de frustración imposible de ocultar. Mis ojos hundidos me daban un aspecto ausente. En mi departamento, la luz del sol se filtraba con ondas móviles, los rincones salpicados de transparencia no encajaban con mi triste figura. Pensé en la frase de Martín Luther King, Jr, y que leí alguna vez. “Aquello que no me destruye, me hace más fuerte.” El sufrimiento me servía para dos cosas: me fortalecía y sensibilizaba. Eso me tranquilizó un poco, sólo un poco. Iba transformando mi idea y visión, respecto a mis pérdidas emocionales. Estuve aprendiendo mucho y entrenando mis emociones para identificarlas una a una. Mi vida hallaba por primera vez, un sentido que estaba totalmente en mis manos. Mi responsabilidad adquiría otro enfoque y mi verdadera historia personal fluía por fin, el nudo se deshacía poco a poco y muy lentamente.  
Cerré las cortinas de la sala que desde nuevas nunca mandé lavar,  y la gruesa tercio-pana con el movimiento de los cordones; el golpetear de la tela al agitarse, dejó escapar un polvillo flotante, casi invisible.
Solté el paquete con la novela inédita, que cayó pesadamente sobre la mesa de centro, y yo, me derrumbé en el mullido sofá. Mis ojos angustiados, y la humedad todavía más amarga escurría lentamente sobre mis mejillas sin color. Rechazaron mi novela cuatro veces en las editoriales prestigiadas de la ciudad y pensé:
––Quizá mi trabajo literario aun no es suficientemente bueno. No puedo competir con tantos hacedores de palabras, esta historia la escribí para mí y ya. Luego argumenté, que la situación económica repercutía en el ánimo de las editoriales y no arriesgarían con una desconocida. ¿Cómo podrían hacer un espacio para esta novela? No había dinero para novatas como yo, todo exigía comercio y más comercio con la globalización. ¿Y no era la literatura virtual la mejor propuesta para la nueva época? ¿No yo misma, había comprado algunos audio-libros? ¿Porqué me dolía el rechazo? La sensación de no pertenencia inundó mis temores, esa inseguridad como una sombra detrás de mí, dentro de mí, acuñada en el dolor y el retroceso de un trabajo escrito, que nuevamente revisaría hasta el cansancio.
Una amiga escritora me había dado un proyecto de telenovela en un resumen de cuatro cuartillas, sólo tendría que inflar esa historia. Por un instante me entusiasmó la idea, sin embargo, dejé pasar tres meses sin ni siquiera comenzar los capítulos.
––Estoy desempleada, me choca tener necesidades, es horrible estar tan bruja... ––Precisamente esa razón me precipitó y acepté. No concluí nada, mis esfuerzos quedaron en eso. Volví a lo mío, escribiendo una página al día, tres otro día y así sucesivamente. Triste, deprimida, garrapateaba en desorden. Esa necesidad de hacerlo persiste desde siempre sin que a nadie le interese, sólo a mí.
En una mesa junto a la computadora, un primer manuscrito que aspiró a ser una novela, parecía exigir una conclusión, un final que nunca definí. Empolvada cantidad de hojas cuya corrección se convertía en trabajo interminable. Creí que podía hacerlo, que bastaba una muy buena imaginación, echarla sobre un papel en blanco y otro y otro. No podía dormir un solo día sin rasguear, dibujar letras, enunciar historias, describir pensamientos, garabatear líneas y palabras. Desde aquellas fotografías melodramáticas dedicadas a María Mariana; mi primer poema escolar, el cuento que me permitió obtener una calificación sobresaliente en la primaria y aquél diario que redacté en un ejercicio constante de decirlo todo, de explicar mi entorno, el mundo que entonces parecía tan emocionante. Y las miles de cartas a mis amigos, a mis amantes, amantes circunstanciales, amantes de una noche y amantes por amor, cartas con una sensibilidad insoportable, acumuladas a diario, ya no tenían cabida dentro de mi estructura; maravillosas confidencias que narraron momentos apasionantes de mi juventud, emotivos e inspirados pensamientos, los mejores, los más sinceros, pues la escritura siempre lo afirmaré era el único camino que no me traicionaría.
Cartas de mi vida adolescente grabadas solo en mi mente, de México a Nueva York y viceversa, ¿él me impulsó?. Reconocía que lo amé profundamente, más que si le mandara un mail, más que a nada y nadie. Quizá porqué me parecía sincero y creí en sus palabras que mis ojos acariciaron y leyeron con devoción, en su larga ausencia. Palabras que línea a línea se grabaron en mi corazón sin grietas, aun. A los 16 años, sólo buscaba pertenecer y con él, creí alcanzar esa oportunidad. Por el simple acto de que respondía a mis palabras con la maestría de un verdadero escritor. Él escribió la primera carta y el amor nos encadenó con otras cartas que se cruzaron con diferentes destinos, su casa y la mía. Durante tres años creí que tenía un valor y significado soltar las riendas del alma, sobre papel de colores y sólo fue un ensueño de  vapor. Los lazos de moralina y egoísmo de nuestras respectivas familias, nos separaron de aquél primer juramento, de aquél amor platónico, sincero, precioso, joven, cierto, amante, amado tan querido como deseado, profundo y verdadero. Oscuridad con destellos verdes en la mirada, golondrina negra, enigmática, viajero sin descanso, marino de todos los mares, viento, tormenta, triste melancolía, de nombre Maximiliano, ébano, viril, soñador de dos voces; las de mi nombre, María Antonieta, María de él que fui un espejismo. Antonieta de todas las que pudieron aparecer en su vida. Dos voces que lo llamaron por mucho tiempo al amor, lágrimas que se desgastaron con la música de Franck Purcel. Tres o cuatro encuentros clandestinos, un toque, el beso, sus manos largas, bellas, su voz, la débil sonrisa que apenas me hizo feliz, el instante de su piel y la mía en un velo de misterio sin resolución. ¿Inexperiencia o cobardía? Desamor, desencanto, que sé yo. Creencias en su familia y la mía, ideas enfermas de doble moral y prejuicios que levantaron un muro más alto, que el muro de Berlín y que no fue ni asunto mío, ni asunto de él, fueron su circunstancia de vida y mi circunstancia de vida lo que nos separó.
¿Qué susto me impulsó a fingir experiencia y mostrar seguridad? ¿Por qué inventé ese disfraz? ¿Por qué quise aparentar la que nunca fui? ¿La que jamás sería? ¿El miedo de no gustarle, de no ser suficiente para él, me empujó a actuar así? De todos modos no funcionó el montaje de mi obra amorosa para nada positivo. En realidad estuve aterrada. Sin embargo, yo deseaba impresionarlo y creí que sería atractiva, interesante, sensual, como artista del cine mexicano de los años 40. Simplemente, me dejé llevar por mis sentimientos juveniles. ¿Qué sobresalto lo impulsó a desampararme? ¿Sin sombra, sin sus besos, sin la lucha que construimos en esas cartas de humo, promesas que se desvanecieron como él? Mucho tiempo después de la separación irreparable entre Maximiliano y yo: ––casi todos sabemos querer/ pero pocos sabemos amar/ y es que amar y querer no es igual/ amar es sufrir, querer es gozar––, José José, en mi memoria, mientras me preguntaba. ¿Lo quise, me quiso? No habría tiempo para realizar el amor escrito en amor real. Nuestras familias chocaban como mar en las rocas, de golpe y con fuerza; y golpe a golpe nuestra espuma se desvaneció. Dos realidades, dos mundos encontrados, oscuridades y luz sin horizonte, dos religiones sin convergencia marcaron una línea, que dividió al amor, como Capuletos y Montesco en pleno 1973. Un negro Romeo eclipsando mi vida, un Don Juan sin Doña Inés, un héroe sin gloria, sin corona, sin fuerza y sin valor escondido detrás de una borrasca infame de mentiras familiares. De sentimientos disfrazados, de “buenas conciencias”, doble moral cobrándose cuentas, facturas añejas de otros personajes del pasado, en nosotros dos. Desde entonces cambié mi nombre y así jamás me encontraría su voz ni sus ojos ni sus manos de artista, ni su piel de noche ni sus dientes blancos ni la espada que enarboló aquella noche. Creí sentir a un hombre abrirse paso en mi intimidad. Desperté con un niño dominado, manipulado por sus papás, un pinocho de madera que se quedó atrapado en mis cuentos sin que el hada madrina lo desencantara, pobre amor sin agallas, inocente, ajeno, desdeñoso, cautivo “de las buenas maneras”, ficción sin desenmarañar, amante de un instante, un simple fax, inexperto gorrión de nido tan frágil.
Que poco materializó los sueños de volar más lejos, que poco viví en su corazón. Mi andar desde entonces se hizo penoso y deambulé por la vida sin ojos, sin olfato, sin oídos. Dando tumbos sin su mano, sin su  apoyo, sin palabras que alentasen un poco el doloroso calvario que se abrió en mi alma. Yo sólo quería pertenecer. Y ni siquiera lo tenía consciente como ahora.
El miedo lo llevó a inventar que no era el primer amante en mi vida, miedo a su padre enfermo, a su madre ignorante, a su familia prejuiciosa como negras piedras en el camino, piedras grises, piedras, piedras, piedras, ay que negras piedras... /de piedra a de ser la camal / de piedra la cabecera/.
Me bañé con agua tibia, a veces lo hacía con agua fría. Sentí cansancio de que mis recuerdos pasaran tan rápido como la vida. A diferencia de mis sueños, que no terminaban en ninguna parte y como parvadas emigraban, pero volvían siempre a su lugar de origen. Ocupando mis fantasías por la noche, vivían de día y tomaban la siesta conmigo. Parecían espinas de rosales sin rosas, clavadas en mi corazón.
Mis novelas, me semejaban fantasmas viajeros, sombras sin dueño, sin dirección. Mi hija, Melina, decía, que viajaba con las palabras. Era cierto, alucinaba las palabras; ¿quién decía que no? Sólo expresé las sensaciones, los sentimientos y el vacío de la frustración asida a cada letra. Como si en ello me fuese la vida, en esa necesidad de decirlo todo. Usando las palabras, tocando las palabras, delirando las palabras, esperando las palabras, precisando las palabras, rasgueando las palabras, dibujando las palabras, en papel, en vidrio, en silencio, en el miedo, en el tiempo, sin tiempo, en la memoria y de memoria. Las palabras que hilvanaban una historia, o dos, o las del fin de milenio. Las palabras como armas, como defensa, como guarida, como refugio, como universo, como un cosmos, como infinito, como la nada, como hoyo negro, como vitrina de cristales, como fuego, como hoguera, como cera, derretidas, escurridas, apiñadas, escogidas, encogidas, espontáneas; deletreadas, imaginadas, identificadas, a viva voz, a pinceladas, contadas, sin contar, compartidas, partidas en dos, mientras dormía, mientras hablaba, mientras mentía y me mentían. Palabras que existían de sobra, las que dijeron todos, las que no se dijeron, las que pensé, las que oculté, las que se presumían, las que fueron, y las que no aparecían en Internet, ni las oía por el teléfono; las palabras que respiré, defendí, aproveché y desterré, las que desconfié, las que deseé escuchar, las que no me importaron; palabras sin razón, sin corazón, con juicio y extraviadas, palabras que dolían, que dañaron, que afectaron, que hirieron, que desgarraban, que memoricé, que no encontré, que parecían como peces, que fueron delfines azules navegando mi interior. Palabras dulces, amargas como hiel, saladas como el mar, todas y ninguna, siempre palabras, palabras en soledad, en medio del delirio, del infierno, del paraíso. Palabras que apenas distinguí entre la oscuridad, las que salían a diario en el periódico, en todas las secciones y hasta en la nota roja, silabearon su nombre: Maximiliano, sin apellidos... sólo su nombre, que se convirtió en un viaje remoto a mi pasado, entre tinieblas, en medio de la niebla, desde un ángulo personal y a distancia, en el abismo hasta el firmamento en que parecía bosquejarse otra historia que no era la mía. Era cierto, al contar mi historia dejaría de ser mía. Si la escribía, ya no me pertenecía, se apoderarían de ella, todos los personajes, y quizá otros más, que ni siquiera yo configuraría, mi imagen se diluiría entre las palabras y con las palabras, en medio de las palabras y hasta el final, que sería el comienzo de las mismas. Sentidos, emociones, sentimientos.
––¿Qué pasa? ¿Tienes miedo? ––Me preguntó, Maximiliano con una mirada muy personal, una mirada que invitaba a descubrir emocionantes veredas, un lenguaje mudo y excitante. Esa mirada que venía de la mirada de su padre, el color y los matices de sus expresiones, eran de quien le dio la vida y yo distinguía lo grande que podía ser, mirar por esa ventana de sus ojos claros.
––Siempre tengo miedo Maximiliano, pero no lo demuestro.
––Me conoces y te conozco.
––Fueron tus cartas, quizá me enamoré de otro, que en nada se parece a ti.
––Quizá soy un forajido que quiere robarte. ––Reímos.

Nunca había entrado a un Motel, apenas recuerdo cómo era aquello. Quizá fuimos hacia Cuernavaca, no sé si rumbo a Querétaro. Pasamos a un estacionamiento privado, en su Maveric verde botella, a la derecha se hallaba una puerta y una habitación, nadie nos interrumpió. Un lugar enclavado en la salida de la carretera. Sólo tenía presente un breve espacio, un breve tiempo y una breve confusión a su lado. Sólo lo veía a él, sólo lo ansiaba a él, sólo lo olfateaba a él, sólo respiraba por él, enajenada por él, delirante por él y nada más por él y su mundo de letras que se repetía en mi mente y me daba valor para estar a su lado.
Entré al baño, abrí todas las llaves, jalé la palanca del excusado, perdí muchos minutos. Viviría lo que describí en mis cartas, el momento de actuar la realidad me rebasaba. Pensaba que al perder la virginidad ya no valdría la pena como mujer. Tenía la creencia de que mi valor como persona estaba en conservarme pura. En mi mente escuché una vieja melodía de Gonzalo Curiel: Temor de ser feliz a tu lado / miedo de acostumbrarme a tu calor/
Al salir del baño, tenía puesta la ropa interior de color morado, no quise desnudarme por completo. Ahí, cobijado por las sábanas, sonreía con ingenuidad y yo me acosté a su lado igualmente inocente. Tengo tanto miedo pensaba: ––temor de fantasía / temor de enamorado / que no me dejan saborear tu amor/––; sólo distinguí sus dientes blancos, perfectos en aquella oscuridad que lo devoraba.
Temblé de pies a cabeza, sumisa, congelada por dentro, aparentando autosuficiencia. Apenas, sentí sus labios como mariposas, en un toque invisible. No escuché. No sentí. No amé. Creí que pasaría de todo, y no pasó nada extraordinario. Apenas nos tocamos, en la oscuridad no podía distinguirlo, sólo la luz de sus ojos caía sobre mi piel y mis ansias. Por eso les contó a sus padres que ya no era virgen y sostuvo su mentira frente a Rosa María y María Elena, mis hermanas. Quería ondear las sucias sábanas del motel con un escudo rojo como mi sangre derramada. No la del himen, porque no sangré. La del corazón que desgarró con su cobardía. Mi corazón que jamás podrá enterrar lo que nunca sucedió. El corazón que si lo quiso mucho, que escribió la historia como fue realmente, no como él la contó al negro mundo cómplice de sus mentiras y su desamor. Una simple eyaculación precoz, tres segundos que contaría como horas. Que risa me das, mi pésimo iniciador, recuerdo de la ignorancia y la estupidez. Se empequeñeció sin que yo entendiese su reacción. Yo amaba a ese pinocho negro, se supone que venía de Nueva York y los viajes ilustran. Las sensaciones no se repitieron jamás, gracias a dios, que no, me costó un año y medio razonar lo ocurrido. Negrito sandía, negrito bailarín. Sentimientos que hicieron de mí lo que soy, la que escribe y lo describe como la primera noche de amor, sin amor, fantasía, emoción, todo y nada. Un encuentro de jazz sin saxofón, un concierto de rock sin Jim Morrison, sin la guitarra de Hendrix, o la magia de Lennon, o un blues sin la Joplin. Por algún tiempo conservé su amor, leyendo sus cartas, luego las destruí. Ojalá las mías hayan tenido el mismo destino. Me asombraría que alguien pudiera reírse como él se habrá reído, y es que las palabras sirvieron para una pura y dos con sal.
Negrito sandía, ya no digas picardías/ o ya verás, o ya verás/, mis hijos escuchaban a Crí-crí cuando eran pequeños. Yo me acordaba de ti... ––/si adivinas que traigo aquí, te pertenecerá, /piensa despacito para adivinar/––, cantaban... ––. /Abre la caja es un muñeco / de hoja de lata para ti/ Y sonreían. ¡Canta fuerte mami! ¡Más fuerte! Mientras el corazón me dolía dentro porque no podías escucharnos, tu me sepultaste hacía muchos años atrás, dudo que alguna vez recordaras ni mi nombre... ––un negrito bailarín / de bastón y con bombín, /con clavel en el ojal / pero que se porta mal/.
Abrí los ojos y desapareció el brunito, pero se hallaba agazapado en mis remembranzas. Tres largos años escribimos. Era mejor el amor de lejos, sin frustración sin dolor sin decepciones, los colores aparecían como arco iris luminoso y había grandes ambiciones que no tocaron el firmamento, pero sobre el papel toman la forma que deseo y nadie puede impedir ni violar mis pensamientos, soy libre y vuelo independiente como halcón sin nadie que me detenga jamás. Por eso, desde entonces, viene su recuerdo cuando quiero que venga, la magia del cerebro activa un chip y viene o se queda. Es así, como se borra la memoria, llevo su registro en un archivo muy particular, es cierto. El primer amor es importante pero no determinante, el primer amor es imposible de olvidar. Siempre existen infiernos nuevos, océanos azules, miradas de terror y sonrisas desdentadas. Pienso que fue mejor así, a la distancia aprecio bien lo que ocurrió y sé que estuvo bien. Mi primer contacto con el dolor amoroso se recrudeció durante un año y medio. Mis acercamientos con los muchachos facturaban un gran ingrediente de agresividad y miedo al fracaso, miedo a creer en el amor y, sin embargo, mi mayor deseo siempre fue hallar el amor y vivirlo con intensidad, y vivirlo aunque los descalabros fueron muchos, yo nunca desistí.
Nuestro amor fue un sueño, un deseo platónico sin completar, una constelación de luces muertas en el firmamento negro. No quisiera despreciar los instantes en que lo reconstruyo, lo aniquilo, juego con su imagen de papel carbón, lo copio dos veces y las que me venga bien, y lo dejo y lo rompo en pedazos como cristales  afilados.


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