A mi madre: Alicia Vázquez.
A la memoria de Benjamín Joyner.
A mi hija Jimena.
A Sergio Ávalos Félix,
A mis hijos: Gerardo y Sergio.
A Hortensia Moreno, a Huberto Batís y a Héctor Morales Saviñón.
Con respeto, admiración y reconocimiento a Gustavo Sainz.
Mi agradecimiento a Myriam Castillejos y a Augusto Bolívar.
A todas las valientes mujeres de mi familia y del planeta.
Fragmento de novela.
Fragmento de novela.
UN NEGRITO BAILARÍN...
Llegué, fatigada del infructuoso día. Más que desalentada, en un estado de frustración imposible de ocultar. Mis ojos hundidos me daban un aspecto ausente. En mi departamento, la luz del sol se filtraba con ondas móviles, los rincones salpicados de transparencia no encajaban con mi triste figura. Pensé en la frase de Martín Luther King, Jr, y que leí alguna vez. “Aquello que no me destruye, me hace más fuerte.” El sufrimiento me servía para dos cosas: me fortalecía y sensibilizaba. Eso me tranquilizó un poco, sólo un poco. Iba transformando mi idea y visión, respecto a mis pérdidas emocionales. Estuve aprendiendo mucho y entrenando mis emociones para identificarlas una a una. Mi vida hallaba por primera vez, un sentido que estaba totalmente en mis manos. Mi responsabilidad adquiría otro enfoque y mi verdadera historia personal fluía por fin, el nudo se deshacía poco a poco y muy lentamente.
Cerré las cortinas de la sala que desde nuevas nunca mandé lavar, y
la gruesa tercio-pana con el movimiento de los cordones; el golpetear
de la tela al agitarse, dejó escapar un polvillo flotante, casi
invisible.
Solté
el paquete con la novela inédita, que cayó pesadamente sobre la mesa de
centro, y yo, me derrumbé en el mullido sofá. Mis ojos angustiados, y
la humedad todavía más amarga escurría lentamente sobre mis mejillas sin
color. Rechazaron mi novela cuatro veces en las editoriales
prestigiadas de la ciudad y pensé:
––Quizá
mi trabajo literario aun no es suficientemente bueno. No puedo competir
con tantos hacedores de palabras, esta historia la escribí para mí y
ya. Luego argumenté, que la situación económica repercutía en el ánimo
de las editoriales y no arriesgarían con una desconocida. ¿Cómo podrían
hacer un espacio para esta novela? No había dinero para novatas como yo,
todo exigía comercio y más comercio con la globalización. ¿Y no era la
literatura virtual la mejor propuesta para la nueva época? ¿No yo misma,
había comprado algunos audio-libros? ¿Porqué me dolía el rechazo? La
sensación de no pertenencia inundó mis temores, esa inseguridad como una
sombra detrás de mí, dentro de mí, acuñada en el dolor y el retroceso
de un trabajo escrito, que nuevamente revisaría hasta el cansancio.
Una
amiga escritora me había dado un proyecto de telenovela en un resumen
de cuatro cuartillas, sólo tendría que inflar esa historia. Por un
instante me entusiasmó la idea, sin embargo, dejé pasar tres meses sin
ni siquiera comenzar los capítulos.
––Estoy
desempleada, me choca tener necesidades, es horrible estar tan bruja...
––Precisamente esa razón me precipitó y acepté. No concluí nada, mis
esfuerzos quedaron en eso. Volví a lo mío, escribiendo una página al
día, tres otro día y así sucesivamente. Triste, deprimida, garrapateaba
en desorden. Esa necesidad de hacerlo persiste desde siempre sin que a
nadie le interese, sólo a mí.
En
una mesa junto a la computadora, un primer manuscrito que aspiró a ser
una novela, parecía exigir una conclusión, un final que nunca definí.
Empolvada cantidad de hojas cuya corrección se convertía en trabajo
interminable. Creí que podía hacerlo, que bastaba una muy buena
imaginación, echarla sobre un papel en blanco y otro y otro. No podía
dormir un solo día sin rasguear, dibujar letras, enunciar historias,
describir pensamientos, garabatear líneas y palabras. Desde aquellas
fotografías melodramáticas dedicadas a María Mariana; mi primer poema
escolar, el cuento que me permitió obtener una calificación
sobresaliente en la primaria y aquél diario que redacté en un ejercicio
constante de decirlo todo, de explicar mi entorno, el mundo que entonces
parecía tan emocionante. Y las miles de cartas a mis amigos, a mis
amantes, amantes circunstanciales, amantes de una noche y amantes por
amor, cartas con una sensibilidad insoportable, acumuladas a diario, ya
no tenían cabida dentro de mi estructura; maravillosas confidencias que
narraron momentos apasionantes de mi juventud, emotivos e inspirados
pensamientos, los mejores, los más sinceros, pues la escritura siempre
lo afirmaré era el único camino que no me traicionaría.
Cartas
de mi vida adolescente grabadas solo en mi mente, de México a Nueva
York y viceversa, ¿él me impulsó?. Reconocía que lo amé profundamente,
más que si le mandara un mail, más que a nada y nadie. Quizá porqué me
parecía sincero y creí en sus palabras que mis ojos acariciaron y
leyeron con devoción, en su larga ausencia. Palabras que línea a línea
se grabaron en mi corazón sin grietas, aun. A los 16 años, sólo buscaba
pertenecer y con él, creí alcanzar esa oportunidad. Por el simple acto
de que respondía a mis palabras con la maestría de un verdadero
escritor. Él escribió la primera carta y el amor nos encadenó con otras
cartas que se cruzaron con diferentes destinos, su casa y la mía.
Durante tres años creí que tenía un valor y significado soltar las
riendas del alma, sobre papel de colores y sólo fue un ensueño de vapor.
Los lazos de moralina y egoísmo de nuestras respectivas familias, nos
separaron de aquél primer juramento, de aquél amor platónico, sincero,
precioso, joven, cierto, amante, amado tan querido como deseado,
profundo y verdadero. Oscuridad con destellos verdes en la mirada,
golondrina negra, enigmática, viajero sin descanso, marino de todos los
mares, viento, tormenta, triste melancolía, de nombre Maximiliano,
ébano, viril, soñador de dos voces; las de mi nombre, María Antonieta,
María de él que fui un espejismo. Antonieta de todas las que pudieron
aparecer en su vida. Dos voces que lo llamaron por mucho tiempo al amor,
lágrimas que se desgastaron con la música de Franck Purcel. Tres o
cuatro encuentros clandestinos, un toque, el beso, sus manos largas,
bellas, su voz, la débil sonrisa que apenas me hizo feliz, el instante
de su piel y la mía en un velo de misterio sin resolución.
¿Inexperiencia o cobardía? Desamor, desencanto, que sé yo. Creencias en
su familia y la mía, ideas enfermas de doble moral y prejuicios que
levantaron un muro más alto, que el muro de Berlín y que no fue ni
asunto mío, ni asunto de él, fueron su circunstancia de vida y mi
circunstancia de vida lo que nos separó.
¿Qué
susto me impulsó a fingir experiencia y mostrar seguridad? ¿Por qué
inventé ese disfraz? ¿Por qué quise aparentar la que nunca fui? ¿La que
jamás sería? ¿El miedo de no gustarle, de no ser suficiente para él, me
empujó a actuar así? De todos modos no funcionó el montaje de mi obra
amorosa para nada positivo. En realidad estuve aterrada. Sin embargo, yo
deseaba impresionarlo y creí que sería atractiva, interesante, sensual,
como artista del cine mexicano de los años 40. Simplemente, me dejé
llevar por mis sentimientos juveniles. ¿Qué sobresalto lo impulsó a
desampararme? ¿Sin sombra, sin sus besos, sin la lucha que construimos
en esas cartas de humo, promesas que se desvanecieron como él? Mucho
tiempo después de la separación irreparable entre Maximiliano y yo: ––casi todos sabemos querer/ pero pocos sabemos amar/ y es que amar y querer no es igual/ amar es sufrir, querer es gozar––, José
José, en mi memoria, mientras me preguntaba. ¿Lo quise, me quiso? No
habría tiempo para realizar el amor escrito en amor real. Nuestras
familias chocaban como mar en las rocas, de golpe y con fuerza; y golpe a
golpe nuestra espuma se desvaneció. Dos realidades, dos mundos
encontrados, oscuridades y luz sin horizonte, dos religiones sin
convergencia marcaron una línea, que dividió al amor, como Capuletos y
Montesco en pleno 1973. Un negro Romeo eclipsando mi vida, un Don Juan
sin Doña Inés, un héroe sin gloria, sin corona, sin fuerza y sin valor
escondido detrás de una borrasca infame de mentiras familiares. De
sentimientos disfrazados, de “buenas conciencias”, doble moral
cobrándose cuentas, facturas añejas de otros personajes del pasado, en
nosotros dos. Desde entonces cambié mi nombre y así jamás me encontraría
su voz ni sus ojos ni sus manos de artista, ni su piel de noche ni sus
dientes blancos ni la espada que enarboló aquella noche. Creí sentir a
un hombre abrirse paso en mi intimidad. Desperté con un niño dominado,
manipulado por sus papás, un pinocho de madera que se quedó atrapado en
mis cuentos sin que el hada madrina lo desencantara, pobre amor sin
agallas, inocente, ajeno, desdeñoso, cautivo “de las buenas maneras”, ficción sin desenmarañar, amante de un instante, un simple fax, inexperto gorrión de nido tan frágil.
Que
poco materializó los sueños de volar más lejos, que poco viví en su
corazón. Mi andar desde entonces se hizo penoso y deambulé por la vida
sin ojos, sin olfato, sin oídos. Dando tumbos sin su mano, sin su apoyo,
sin palabras que alentasen un poco el doloroso calvario que se abrió en
mi alma. Yo sólo quería pertenecer. Y ni siquiera lo tenía consciente
como ahora.
El
miedo lo llevó a inventar que no era el primer amante en mi vida, miedo
a su padre enfermo, a su madre ignorante, a su familia prejuiciosa como
negras piedras en el camino, piedras grises, piedras, piedras, piedras,
ay que negras piedras... /de piedra a de ser la camal / de piedra la cabecera/.
Me bañé
con agua tibia, a veces lo hacía con agua fría. Sentí cansancio de que
mis recuerdos pasaran tan rápido como la vida. A diferencia de mis
sueños, que no terminaban en ninguna parte y como parvadas emigraban,
pero volvían siempre a su lugar de origen. Ocupando mis fantasías por la
noche, vivían de día y tomaban la siesta conmigo. Parecían espinas de
rosales sin rosas, clavadas en mi corazón.
Mis
novelas, me semejaban fantasmas viajeros, sombras sin dueño, sin
dirección. Mi hija, Melina, decía, que viajaba con las palabras. Era
cierto, alucinaba las palabras; ¿quién decía que no? Sólo expresé las
sensaciones, los sentimientos y el vacío de la frustración asida a cada
letra. Como si en ello me fuese la vida, en esa necesidad de decirlo
todo. Usando las palabras, tocando las palabras, delirando las palabras,
esperando las palabras, precisando las palabras, rasgueando las
palabras, dibujando las palabras, en papel, en vidrio, en silencio, en
el miedo, en el tiempo, sin tiempo, en la memoria y de memoria. Las
palabras que hilvanaban una historia, o dos, o las del fin de milenio.
Las palabras como armas, como defensa, como guarida, como refugio, como
universo, como un cosmos, como infinito, como la nada, como hoyo negro,
como vitrina de cristales, como fuego, como hoguera, como cera,
derretidas, escurridas, apiñadas, escogidas, encogidas, espontáneas;
deletreadas, imaginadas, identificadas, a viva voz, a pinceladas,
contadas, sin contar, compartidas, partidas en dos, mientras dormía,
mientras hablaba, mientras mentía y me mentían. Palabras que existían de
sobra, las que dijeron todos, las que no se dijeron, las que pensé, las
que oculté, las que se presumían, las que fueron, y las que no
aparecían en Internet, ni las oía por el teléfono; las palabras que
respiré, defendí, aproveché y desterré, las que desconfié, las que deseé
escuchar, las que no me importaron; palabras sin razón, sin corazón,
con juicio y extraviadas, palabras que dolían, que dañaron, que
afectaron, que hirieron, que desgarraban, que memoricé, que no encontré,
que parecían como peces, que fueron delfines azules navegando mi
interior. Palabras dulces, amargas como hiel, saladas como el mar, todas
y ninguna, siempre palabras, palabras en soledad, en medio del delirio,
del infierno, del paraíso. Palabras que apenas distinguí entre la
oscuridad, las que salían a diario en el periódico, en todas las
secciones y hasta en la nota roja, silabearon su nombre: Maximiliano,
sin apellidos... sólo su nombre, que se convirtió en un viaje remoto a
mi pasado, entre tinieblas, en medio de la niebla, desde un ángulo
personal y a distancia, en el abismo hasta el firmamento en que parecía
bosquejarse otra historia que no era la mía. Era cierto, al contar mi
historia dejaría de ser mía. Si la escribía, ya no me pertenecía, se
apoderarían de ella, todos los personajes, y quizá otros más, que ni
siquiera yo configuraría, mi imagen se diluiría entre las palabras y con
las palabras, en medio de las palabras y hasta el final, que sería el
comienzo de las mismas. Sentidos, emociones, sentimientos.
––¿Qué
pasa? ¿Tienes miedo? ––Me preguntó, Maximiliano con una mirada muy
personal, una mirada que invitaba a descubrir emocionantes veredas, un
lenguaje mudo y excitante. Esa mirada que venía de la mirada de su
padre, el color y los matices de sus expresiones, eran de quien le dio
la vida y yo distinguía lo grande que podía ser, mirar por esa ventana
de sus ojos claros.
––Siempre tengo miedo Maximiliano, pero no lo demuestro.
––Me conoces y te conozco.
––Fueron tus cartas, quizá me enamoré de otro, que en nada se parece a ti.
––Quizá soy un forajido que quiere robarte. ––Reímos.
Nunca
había entrado a un Motel, apenas recuerdo cómo era aquello. Quizá
fuimos hacia Cuernavaca, no sé si rumbo a Querétaro. Pasamos a un
estacionamiento privado, en su Maveric verde botella, a la derecha se
hallaba una puerta y una habitación, nadie nos interrumpió. Un lugar
enclavado en la salida de la carretera. Sólo tenía presente un breve
espacio, un breve tiempo y una breve confusión a su lado. Sólo lo veía a
él, sólo lo ansiaba a él, sólo lo olfateaba a él, sólo respiraba por
él, enajenada por él, delirante por él y nada más por él y su mundo de
letras que se repetía en mi mente y me daba valor para estar a su lado.
Entré
al baño, abrí todas las llaves, jalé la palanca del excusado, perdí
muchos minutos. Viviría lo que describí en mis cartas, el momento de
actuar la realidad me rebasaba. Pensaba que al perder la virginidad ya
no valdría la pena como mujer. Tenía la creencia de que mi valor como
persona estaba en conservarme pura. En mi mente escuché una vieja
melodía de Gonzalo Curiel: Temor de ser feliz a tu lado / miedo de acostumbrarme a tu calor/
Al
salir del baño, tenía puesta la ropa interior de color morado, no quise
desnudarme por completo. Ahí, cobijado por las sábanas, sonreía con
ingenuidad y yo me acosté a su lado igualmente inocente. Tengo tanto
miedo pensaba: ––temor de fantasía / temor de enamorado / que no me dejan saborear tu amor/––; sólo distinguí sus dientes blancos, perfectos en aquella oscuridad que lo devoraba.
Temblé
de pies a cabeza, sumisa, congelada por dentro, aparentando
autosuficiencia. Apenas, sentí sus labios como mariposas, en un toque
invisible. No escuché. No sentí. No amé. Creí que pasaría de todo, y no
pasó nada extraordinario. Apenas nos tocamos, en la oscuridad no podía
distinguirlo, sólo la luz de sus ojos caía sobre mi piel y mis ansias.
Por eso les contó a sus padres que ya no era virgen y sostuvo su mentira
frente a Rosa María y María Elena, mis hermanas. Quería ondear las
sucias sábanas del motel con un escudo rojo como mi sangre derramada. No
la del himen, porque no sangré. La del corazón que desgarró con su
cobardía. Mi corazón que jamás podrá enterrar lo que nunca sucedió. El
corazón que si lo quiso mucho, que escribió la historia como fue
realmente, no como él la contó al negro mundo cómplice de sus mentiras y
su desamor. Una simple eyaculación precoz, tres segundos que contaría
como horas. Que risa me das, mi pésimo iniciador, recuerdo de la
ignorancia y la estupidez. Se empequeñeció sin que yo entendiese su
reacción. Yo amaba a ese pinocho negro, se supone que venía de Nueva
York y los viajes ilustran. Las sensaciones no se repitieron jamás,
gracias a dios, que no, me costó un año y medio razonar lo ocurrido.
Negrito sandía, negrito bailarín. Sentimientos que hicieron de mí lo que
soy, la que escribe y lo describe como la primera noche de amor, sin
amor, fantasía, emoción, todo y nada. Un encuentro de jazz sin saxofón,
un concierto de rock sin Jim Morrison, sin la guitarra de Hendrix, o la
magia de Lennon, o un blues sin la Joplin. Por algún tiempo conservé su
amor, leyendo sus cartas, luego las destruí. Ojalá las mías hayan tenido
el mismo destino. Me asombraría que alguien pudiera reírse como él se
habrá reído, y es que las palabras sirvieron para una pura y dos con sal.
Negrito sandía, ya no digas picardías/ o ya verás, o ya verás/, mis hijos escuchaban a Crí-crí cuando eran pequeños. Yo me acordaba de ti... ––/si adivinas que traigo aquí, te pertenecerá, /piensa despacito para adivinar/––, cantaban... ––. /Abre la caja es un muñeco / de hoja de lata para ti/
Y sonreían. ¡Canta fuerte mami! ¡Más fuerte! Mientras el corazón me
dolía dentro porque no podías escucharnos, tu me sepultaste hacía muchos
años atrás, dudo que alguna vez recordaras ni mi nombre... ––un negrito bailarín / de bastón y con bombín, /con clavel en el ojal / pero que se porta mal/.
Abrí
los ojos y desapareció el brunito, pero se hallaba agazapado en mis
remembranzas. Tres largos años escribimos. Era mejor el amor de lejos,
sin frustración sin dolor sin decepciones, los colores aparecían como
arco iris luminoso y había grandes ambiciones que no tocaron el
firmamento, pero sobre el papel toman la forma que deseo y nadie puede
impedir ni violar mis pensamientos, soy libre y vuelo independiente como
halcón sin nadie que me detenga jamás. Por eso, desde entonces, viene
su recuerdo cuando quiero que venga, la magia del cerebro activa un chip
y viene o se queda. Es así, como se borra la memoria, llevo su registro
en un archivo muy particular, es cierto. El primer amor es importante
pero no determinante, el primer amor es imposible de olvidar. Siempre
existen infiernos nuevos, océanos azules, miradas de terror y sonrisas
desdentadas. Pienso que fue mejor así, a la distancia aprecio bien lo
que ocurrió y sé que estuvo bien. Mi primer contacto con el dolor
amoroso se recrudeció durante un año y medio. Mis acercamientos con los
muchachos facturaban un gran ingrediente de agresividad y miedo al
fracaso, miedo a creer en el amor y, sin embargo, mi mayor deseo siempre
fue hallar el amor y vivirlo con intensidad, y vivirlo aunque los
descalabros fueron muchos, yo nunca desistí.
Nuestro
amor fue un sueño, un deseo platónico sin completar, una constelación
de luces muertas en el firmamento negro. No quisiera despreciar los
instantes en que lo reconstruyo, lo aniquilo, juego con su imagen de
papel carbón, lo copio dos veces y las que me venga bien, y lo dejo y lo
rompo en pedazos como cristales afilados.
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